domingo, 16 de diciembre de 2007

Cartas desde el Bremen


Cualquiera diría que estoy loco. Hace sólo unas horas no pensaba traerte. Estaba decidido a ser honesto. Me hubiera largado por fin, llevándome de tu vida y de la mía, a través de este mar que, a decir verdad, no sé si es un mar. Ahí fuera es de noche, y la noche es invisible, y el mar también y por eso se vuelve amenaza, más por inmenso que por negro, en la boca del estómago. No deja que me esconda de ti. El mar no, mi estómago. Quisiera decirte que no pensaba traerte. Es toda la honestidad de la que me creía capaz. Y ni siquiera.

Hace un momento, mortalmente aburrida sobre la cama, me decías que podías sentir el vaivén de las olas. Te quejabas de hambre y de sueño. He estado a punto de matarte y no te has dado cuenta. Lo sé por cómo duermes. Duermes como si todas las voces del mundo hubieran enmudecido al darles la espalda. Luego abrazas la almohada y asomas un pie entre las sábanas. Adoro tu pie insomne. Él te salva la vida cuando me acerco a ti con ganas infinitas de acabar contigo. Tú y tu respiración profunda. Tú y tu no-miedo. Tú callando la voz que no calla por mí cuando duermo.

Bajo la cama hay una puerta. Allí se esconde, tan cobarde como yo, tan dulce como entonces no deja de repetirme una fecha, 18 de enero de 1936. Directa a mi memoria, se funde en el rumor de las mareas de este camarote, el 503c del Bremen, donde ya nunca viajó de vuelta. Yo no sé si quiero encontrarla, pero sigo su rastro. Tú me sigues a mí, y el odio que te tengo por no ser ella te hace frágil y me condena. Luego mi silencio te hace inocente, tu perdón culpable, y yo no sé que haría si no pudiera odiarte saltaría al Atlántico y te dejaría dormida aquí, tiraría esta carta para que no sufras. Podría hacerlo. He aprendido nuevas formas de mentir con el paso del tiempo, y eso te reconforta.

lunes, 10 de diciembre de 2007



El peldaño número siete de la escalera que subía la otra noche me dijo, a oscuras, que algo estaba faltando.

Ya lo sabía, le dije yo.

(Mentí)

Qué podía ser. Cada sombra seguía junto a su cuerpo. Las de la conciencia, también. Los destellos de todo aquello que se cuela por la piel habían prolongado su intermitencia. La sofocante densidad del aire era menos envolvente, ya no me abrigaba la espalda. Me detuve y miré al pie de la escalera.

Era tan extraño.

No, el escalón no era extraño, acabo de recordarlo. Lo extraño fue el modo de subirlo. El modo ingenuo de adentrarse en una escalada. Tal vez el único modo posible de poner el primer pie porque la ingenuidad no duda, y es horizontal. Ese modo ingenuo y a la vez hermoso, equivocado y perecedero (por ese orden). Subirlo estuvo bien. Luego vinieron los demás escalones, perpendiculares y borrosos, que me llevaron a éste, que me habla. Me dice que estoy cansada porque perdí la fe. Yo pienso en los muñecos de plastilina y en cómo me ponía de puntillas para llegar con la nariz a la encimera de la cocina y le digo que tiene razón. Ya no juego con las cucharas y las cosas. Practico la aburrida utilidad de las lecciones aprendidas. Me felicito por ello. Me dispongo a subir el escalón número ocho. Arriba de la escalera se que ya no quedan sueños.

Tampoco creo que sea estrictamente necesario.

domingo, 2 de diciembre de 2007


Piensa que debería escapar,
descalzarse sobre la hierba.

Cree que algo bueno podría pasarle
si deja explotar la música
y el atropello en sus orejas
y las patadas al asfalto
capturado en gris,
calzado a la carrera.

Las carcajadas
van siempre
desde dentro hacia fuera.

Y saltar de los vagones por impulso,
y trepar a los árboles caducos
de las muecas retorcidas,
un pánico artificial oculto,
un sarcasmo contenido, un rumbo
sin un mar, un cristal,
una cerilla,
el ser de una bombilla
en las noches Diciembre
que no quiere estar ahí,
y aun así se divierte.

Y lo coge todo con la boca
y examina la amplitud de la huella
que deja en cada mordisco
sabe,
que está a punto de ponerse el sol
allí donde siempre será suyo.

Piensa
que si llega a tiempo
todo lo demás
será posible.