lunes, 10 de diciembre de 2007



El peldaño número siete de la escalera que subía la otra noche me dijo, a oscuras, que algo estaba faltando.

Ya lo sabía, le dije yo.

(Mentí)

Qué podía ser. Cada sombra seguía junto a su cuerpo. Las de la conciencia, también. Los destellos de todo aquello que se cuela por la piel habían prolongado su intermitencia. La sofocante densidad del aire era menos envolvente, ya no me abrigaba la espalda. Me detuve y miré al pie de la escalera.

Era tan extraño.

No, el escalón no era extraño, acabo de recordarlo. Lo extraño fue el modo de subirlo. El modo ingenuo de adentrarse en una escalada. Tal vez el único modo posible de poner el primer pie porque la ingenuidad no duda, y es horizontal. Ese modo ingenuo y a la vez hermoso, equivocado y perecedero (por ese orden). Subirlo estuvo bien. Luego vinieron los demás escalones, perpendiculares y borrosos, que me llevaron a éste, que me habla. Me dice que estoy cansada porque perdí la fe. Yo pienso en los muñecos de plastilina y en cómo me ponía de puntillas para llegar con la nariz a la encimera de la cocina y le digo que tiene razón. Ya no juego con las cucharas y las cosas. Practico la aburrida utilidad de las lecciones aprendidas. Me felicito por ello. Me dispongo a subir el escalón número ocho. Arriba de la escalera se que ya no quedan sueños.

Tampoco creo que sea estrictamente necesario.